Publico un texto que preparé en 2006 para un coloquio y posterior publicación y que finalmente no fue presentado por censura de la Facultad de Teología de la Universidad San Buenaventura (Bogotá)
CUATRO DÉCADAS DE ANHELOS
INSATISFECHOS A PESAR DE UN RIMBOMBANTE CONCILIO Y AL FINAL SÓLO LENNON[1]
Por Nelson Fernando Celis Ángel[2]
Después
de un concilio ecuménico, es raro que no venga una crisis.
Cardenal John
Henry Newman
(Carta de
1870)
Ayer (Yesterday)[3]
Pretender una acertada
reflexión sobre un acontecimiento que, por su misma naturaleza e importancia
para buena parte de la humanidad, se ha presentado de antemano como histórico,
pero que en la actualidad se valora por diversos sectores como revestido de
modo sombrío por un matiz de desencanto, deviene en un ejercicio insólito,
máxime cuando en paralelo a sus efectos, es posible narrar una historia que lo
supera en cadencia e impacto. Es así,
éste, mi pequeño aporte al Tercer Coloquio Interno de la Facultad de Teología:
un sencillo ejercicio deconstructivo de algunos imaginarios que el Concilio
Vaticano II ha suscitado, refiriendo con prioridad aspectos históricos que, muy
a pesar del Concilio, gozaron de una “libre ausencia” del espíritu de sus
proféticos postulados.
Justa sería, en un ambiente
universitario como el nuestro, la crítica reaccionaria hacia una presentación
como la mía: desnuda de afectos y ortodoxia, fría como la realidad que
describe, mas sensata como sólo un espíritu libre puede concebirla. Sin más, sea de éste y no de otro modo, como
quiera que a su vez, se hace necesaria.
¡Ayuda!
(Help!). Del anacrónico aggiornamento
“Quiera
el Cielo que vuestras fatigas y vuestro trabajo, hacia el cual se vuelven no sólo
los ojos de todos los pueblos, sino también las esperanzas del mundo entero,
cumplan abundantemente las comunes aspiraciones”, fue el deseo del papa Juan
XXIII, manifiesto en su discurso de apertura del Concilio (11 octubre 1962);
hoy, un poco más de cuarenta años después, este deseo insatisfecho conlleva una
reflexión que, aunada a la de los humanistas contemporáneos, refiere sendos
cuestionamientos al papel transformador de la Iglesia tras su llamado aggiornamento.
La
humanidad, que ya para mediados del siglo XX había sido afectada por una ola de
cambios y vicisitudes que en su proporción parecía superar la de cualquier otra
época, asiste en su caminar hacia el nuevo siglo y el nuevo milenio, a un
redespertar del interés unánime por transformar el mundo; dos guerras y una
profunda crisis político-económica global, parecen ser el aliciente. El interés de los focos de poder, es
actualizarse en su discurso ideológico, fortalecerse en su estructura, ampliar
sus dominios y recobrar la escasa credibilidad de otrora, que les permita
presentarse como fuente de seguridades y depósito de renovadas esperanzas. En gran medida, es el enmascaramiento de
incertidumbres lo que lleva al mundo a la fantasía de la renovación. La Iglesia – necesaria o ingenuamente -, no
es ajena a tales influjos.
Independientemente
del trasfondo histórico y teológico en el que se ven inmersos la preparación y
el desarrollo del Concilio, su carácter de aggiornamento se sigue, más
que de un amplio interés por actualizar la Iglesia – lo cual a todas luces
habría de ser una necesidad permanente -, del desconcierto de unos cuantos
visionarios como el “Papa Bueno”, por la inmutabilidad con la cual ésta se
había mantenido durante los últimos siglos frente al vertiginoso curso que
tomaba la humanidad en su historia. La
extemporaneidad del aggiornamento no implica la inutilidad de éste, antes bien, aun su
retraso histórico deviene oportunidad única para un nuevo amanecer en la
Iglesia; sin embargo, las consecuencias de tantos siglos de vacuidades no se
remedian con paliativos, máxime, si en cuanto a estos atañe, no hay verdadero
consenso.
“Somos
más populares que Jesucristo”, proclamaba el Beatle John Lennon en una
entrevista concedida a un periódico londinense en marzo de 1966: acierto o
desatino proveniente de un joven que con tan sólo 25 años resumía en sí, lo que
habría de ser el prototipo de una generación nacida de la desideologización y
desencantamiento del mundo, así como del repudio a toda forma de conflicto
bélico; generación moldeadora de una nueva cultura “religiosa” no confesional,
cultura de la vida sencilla y pobre, cultura del naturismo, cultura de la contestación,
cultura de la no-violencia y de la opción por los pobres. Un Concilio acababa de celebrarse, y su
aliento aún no llegaba a los jóvenes de la época, su discurso seguía sin decir
nada a la generación que podría haberlo hecho vida entre la humanidad. La resaca de la Segunda Guerra Mundial
resultaba más fuerte que cualquier promesa conciliar.
Los
años posteriores al Concilio gozaron de toda suerte de acontecimientos
enmarcados en el reordenamiento social del mundo: Fidel Castro gobernaba Cuba
como una verdadera y concreta promesa de liberación; Italia y Alemania
mostraban ante las demás naciones su “milagro económico”; las guerrillas en
América Latina, gozaban de más fieles y concedían mayores gracias que muchas
iglesias; las canciones de los Beatles en el Reino Unido, parte de Europa y
América, eran mejor aprendidas y cantadas que los himnos eclesiales y aun
nacionales y, Camilo Torres “el cura guerrillero” se hacía mártir en el ’66 de
todo un pueblo oprimido, pobre e ignorado.
El
mundo sufría revoluciones y veía caer decenas de estudiantes víctimas de las
balas de las fuerzas estatales del orden; el “opio del pueblo”, la religión, es
reemplazada por el LSD y la marihuana; los velos y las faldas largas pierden
tela convirtiéndose en balacas y minifaldas y el sexo libre es la
representación de una nueva cosmovisión más psicodélica y menos cultual. Es el doloroso aggiornamento que con o
sin Concilio igual se hubiera entretejido.
Ciertamente el Concilio Vaticano II,
trajo para la Iglesia una suerte de novedades que no podrían pasar
desapercibidas y que comprometerían no sólo a la jerarquía eclesial y a los
teólogos, sino a todo el “pueblo de Dios”, en una empresa de renovación desde
dentro que dejara su huella en el mundo, llevándolo a la comunión con su
Creador. Sin embargo, refiero con
prioridad sólo dos aspectos que Ignacio Martín-Baró enuncia en su Psicología
de la liberación[4] y que, a mi parecer, merecen ser aquí
presentados.
De una parte, es de destacar que la
Iglesia deja de referirse a sí misma desde el punto de vista de la autoridad
jerárquica para concebirse primordialmente como un pueblo: “el pueblo de
Dios”. De otra, se supera por fin la
dualidad entre lo sagrado y lo profano, que hacía de la historia sagrada un
proceso paralelo a la historia humana, se unifica así la historia, en la que la
Iglesia asumiría su tarea como “sacramento de salvación”.
Obviamente, los dos avances aquí
resaltados tuvieron gran impacto en el mundo católico, al propender por una
mayor participación responsable en el quehacer eclesial y, por la asunción de las realidades sociales existentes como
producto humano y no como designio divino.
Este es un giro radical en la praxis cristiana y en la vivencia
comunitaria de la fe, que fue sentido en mayor medida en América Latina, pero
que tristemente no llegó a ser comprendido y explicado por todos los religiosos
y clérigos, responsables de la formación de sus comunidades; a esta ausencia se
sumaría la situación de conflicto vivida por los pueblos latinoamericanos, que
significó la perpetuación del retraso doctrinal y el sacrificio de quienes
procuraron encarnar el aggiornamento.
La deserción de las comunidades
religiosas y de los seminarios, el desvío de causas libertarias y la muerte
violenta de importantes testigos del Evangelio como Monseñor Oscar Arnulfo
Romero (acaecida el 24 de marzo de 1980 en El Salvador), son efectos anejos del
Concilio.
Si el desarrollo del Concilio ya mostraba
dos fuerzas en choque entre los sacerdotes conciliares[5] y por extensión entre el clero
universal, como lo fueron, de una parte, una minoría marcada por su
sensibilidad hacia las necesidades del mundo y en especial la de renovación,
abierta al diálogo ecuménico y la postulación de una teología de carácter
pastoral sintonizada con la Sagrada Escritura; y de otra parte, un grupo
mayoritario, representado principalmente por la Curia Romana, para quienes la
conservación integral del “depósito de la fe” era una cuestión vital, sin dejar
de lado la estabilidad de la Iglesia, su estructura rigurosamente jerárquica y
el carácter monárquico de su constitución; los años que le sucedieron no
podrían menos, que reflejar en la Iglesia tal escisión ideológica, con desmedro
de la Iglesia misma: no la Iglesia-Cuerpo de Cristo, sino la
Iglesia-Institución.
No han sido pocas las reflexiones que en
cuarenta años se han dado en torno al rol asumido por la Iglesia posconciliar,
algunas retomando postulados como el del sociólogo Max Weber (1958) a quien se
atribuye, quizá con ligereza, la afirmación de que la ética protestante ha
contribuido al desarrollo y la democracia de los Estados Unidos de América, en
tanto que, la ética católica ha perpetuado el subdesarrollo y fomentado la
opresión estructural de Latinoamérica.
En alguna ocasión, 20 años después del Concilio, el mismo teólogo
conciliar Hans Küng[6], denunció el asocio del Vaticano con la
Casa Blanca en sus planteamientos frente a América Latina y la teología de
la liberación; muchos de sus aportes críticos referentes al Concilio, han
servido como soporte a esta presentación y se encuentran en la primera
aparición de sus memorias (2003)[7].
La Iglesia posconciliar, parece haber
perdido en su impulso renovador, el espíritu mismo que le movió a renovarse,
poniendo entre paréntesis las realidades que ante sus ojos se presentaban y
retrayéndose en la nostalgia de las gestas victoriosas de los siglos en los que
aún gobernaba el mundo. Un mensaje de
cambio mal leído o mal interpretado, quizá mal presentado, consagra al
quijotesco Concilio, como el postrero esfuerzo de una Iglesia[8] terminal, por mostrarse siempre joven y
vital, en su temor a ser sepultada con
el fin de siglo.
Dale un chance a la paz (Give peace a
chance)
A este punto, bien pudiera parecer que
esta disertación se empeña en cuestionar el Concilio, sin siquiera explorar sus
documentos, sépase que en el fondo hay un consciente trabajo por leer en la
realidad lo que los documentos conciliares pretendían lograr: el “texto” se ha
disuelto sin gloria en un contexto que siempre le fue ajeno; quizá fuera
diferente de haberse meditado más dos versículos del Evangelio según Mateo[9], que a mi parecer, sintetizan la misión
de la Iglesia: “Buscad primero el Reino de Dios y su Justicia, y todas esas
cosas se os darán por añadidura. Así que
no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal”.
Veintiún concilios hablan bien de la
Iglesia, el esfuerzo por el ecumenismo no se podía postergar, la apertura a
nuevas reflexiones teológicas, era una necesidad, pero la escritura de los
documentos vale menos sobre el papel que sobre la realidad; muchos anhelos
insatisfechos siguen esperando ser atendidos y la rimbombancia del Concilio ya
es sólo el eco enclaustrado de un grito, que por venir de las minorías fue
ahogado dejando un leve registro.
Se oye por el contrario, aún con más
fuerza la proclama que en 1968 realizara la Iglesia libre de San Francisco
en los Estados Unidos de América, y que sin ser parte de un complejo aparato
protocolario, pasó de voz a voz y casi 40 años después sigue sonando “nuestro
héroe y líder, Jesús el artesano, Jesús el profeta, Jesús el libertador, Jesús
el poeta, Jesús Hijo de Dios...”; así como aún se recuerda la causa iniciada
por nuestro personaje articulador en diversos momentos de este discurso y que
marcó una época dorada, el mismo de “dale un chance a la paz” (Give peace a
chance) y de “si tú quieres, ¡la guerra ha terminado!”, John Winston Lennon y
que se resume en lograr un mundo mejor, verdaderamente humano que someramente
nos lleva a imaginar su más famoso himno, desprovisto de doctrinas y
fundamentalismos, cargado de un amor humano de amplitud universal, Imagine[10]:
Imagina que no existe el cielo, es fácil
si lo intentas.
Sin infierno bajo nuestros pies y arriba
sólo el aire.
Imagina toda la gente viviendo el hoy...
Imagina que no existen los países, no es
difícil hacerlo.
Nada por lo que morir o matar y además
ninguna religión.
Imagina toda la gente viviendo la vida
en paz...
Imagina que no hay posesiones, una
maravilla si puedes.
No codicia ni hambre, hermandad entre
los hombres.
Imagina toda la gente compartiendo el
mundo...
Puedes decir que soy un soñador, pero no
soy el único;
espero que un día te unas a nosotros y
el mundo vivirá en comunión.
El clamor actual de los pueblos, en
particular para América Latina, tras 21 concilios ecuménicos y un extenso
Magisterio eclesial, sigue siendo la necesidad de alcanzar la paz, la justicia
y la reconciliación, tal clamor supera toda teología, supera toda religión y
para el “pueblo de Dios” se constituye en esperanza cuando se vuelven los ojos
al Evangelio, palabra que es vida y fuente de ella, que es relato que se sigue
cumpliendo, que es anuncio del verdadero aggiornamento, aquél que sólo
por la muerte y resurrección de Cristo se sigue logrando, y que permite una
vida nueva para la humanidad, llamada desde entonces y con sentido, comunidad.
Sean las palabras del Mensaje del Concilio a la humanidad (8 diciembre 1965)
las que cierren esta breve especulación, pero abran el camino al debate, no
sobre lo dicho escuetamente, sino lo que aún falta por decir:
Nos parece escuchar alzarse de cada
lugar del mundo un inmenso y confuso rumor: la inquietud de todos aquellos que
miran hacia el Concilio y nos preguntan con ansiedad: ¿no tenéis una palabra
para decirnos?... ¿a nosotros los gobernantes? ... ¿a nosotros intelectuales,
trabajadores, artistas?... ¿a nosotras las mujeres?... ¿a nosotros los
jóvenes?... ¿a nosotros los enfermos, a nosotros los pobres? Estas voces no pueden quedarse sin
respuesta...
[1] A lo largo de este texto me refiero al
Concilio Vaticano II, sencillamente como el Concilio.
[2] Filósofo, estudiante de octavo semestre
de la Lic. en teología de la USB, docente en el Centro Camiliano de
Humanización y Pastoral de la Salud, profesor de humanidades en el Politécnico
UNICAP y profesor de Italiano en la Universidad Nacional de Colombia.
[3] Algunos títulos se corresponden con los de las canciones
de The Beatles o de John Lennon.
[4] MARTIN-BARÓ, Ignacio. Psicología de la liberación. Trotta: Madrid, 1998. Pp. 206
[5] Cf. ANTONIAZZI, Alberto y JOSE MATOS,
Enrique Cristiano. Cristianismo: 2000
años de caminada. Paulinas: Bogotá,
1998.
[6] “El cardenal Ratzinger, el papa Wojtyla
y el miedo a la libertad” / 2, en El País, 5 de octubre de 1985, P. 32;
cita a pie de página de Martín-Baró, Op. cit. Pp. 223.
[7] KÜNG, Hans. Libertad conquistada. Memorias.
Trotta: Madrid, 2003.
[8] Me refiero a la Iglesia-institución
jerárquica
[9] Mt 6, 33-34 versión de la Biblia de
Jerusalén (1998)
[10] Canción grabada en julio de 1971.
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